BALDOMERO
ESPARTERO
(Joaquín Baldomero Fernández-Espartero Álvarez
de Toro, Militar y político español, que ostentó los títulos de Príncipe
de Vergara, duque de la Victoria, duque de Morella, conde
de Luchana y vizconde de Banderas, todos ellos en recompensa por su
labor en el campo de batalla, en especial en la primera guerra carlista,
donde su dirección del ejército isabelino o cristino fue de vital
importancia para la victoria final. Además, ejerció el cargo de virrey de
Navarra (1836).
Nació el 27 de octubre de 1793
en Granátula de Calatrava (Ciudad Real). Menor de ocho
hermanos, era hijo de un carpintero-carretero, de La Mancha,
adoptó el segundo apellido de su padre (pues su nombre completo sería Baldomero
Fernández Álvarez Espartero). Su padre había encauzado su formación para
un destino eclesiástico, Tres de sus hermanos fueron religiosos y una hermana,
monja clarisa. En Granátula había recibido clases de latín y
humanidades con su vecino Antonio Meoro, preceptor de Gramática, con gran fama
en la zona, dado que preparaba a los chicos para acceder a estudios superiores.
De hecho nombraría posteriormente al hijo de éste, Anacleto Meoro
Sánchez, obispo de Almería. Cursó sus primeros estudios oficiales en la Universidad
Nuestra Señora del Rosario de Almagro, donde residía un hermano
suyo dominico, y obtuvo el título de Bachiller en Artes y
Filosofía. Almagro contaba con su propia Universidad
desde 1553 por Real Cédula de Carlos I y era una
ciudad muy activa y próspera. Al estallar la Guerra de la
Independencia abandonó la carrera eclesiástica y tomó las armas que
no abandonó hasta veinticinco años después.
En 1808 se alistó en el
ejército para formar parte de las fuerzas que combatieron tras
el levantamiento del 2 de mayo en Madrid contra la
ocupación napoleónica. Las universidades habían sido cerradas el año anterior
por Carlos IV y la propia Almagro había sido ocupada por los
franceses. Fue reclutado junto a un numeroso grupo de jóvenes por
la Junta Suprema Central que se había constituido en Aranjuez
bajo la autoridad del entonces ya anciano conde de Floridablanca, con el
fin de detener en La Mancha al invasor antes de que las tropas
enemigas llegasen a Andalucía. Fue alistado en el Regimiento de
Infantería Ciudad Rodrigo en calidad de Soldado Distinguido, grado que
adquirió por haber cursado estudios universitarios. Durante el tiempo que
estuvo en las líneas del frente en la zona centro-sur de España, participó en
la Batalla de Ocaña, donde las fuerzas españolas fueron derrotadas. De
nuevo su condición de universitario le permitió formar parte del Batallón de
Voluntarios Universitarios que se agrupó en torno a la Universidad de
Toledo en agosto de 1808, pero el avance francés lo llevó
hasta Cádiz donde cumplía su unidad funciones de defensa de la
Junta Suprema Central. Las necesidades perentorias de un ejército
casi destruido por el enemigo obligaron a la formación rápida de oficiales que
se instruyeran en técnica militar. La formación universitaria previa de
Espartero permitió que el coronel de artillería, Mariano Gil de Bernabé,
lo seleccionara junto a otro grupo de jóvenes entusiastas en la recién
creada Academia Militar de Sevilla. El nuevo destino no evitó que actuase
desde el primer momento en escaramuzas con el enemigo durante su formación
como cadete, y así consta en su hoja de servicios. Se lo integró,
junto a otros cuarenta y ocho cadetes, en la Academia de Ingenieros
el 11 de septiembre de 1811 y ascendió
a subteniente el 1 de enero del siguiente año. Suspendió el
segundo curso, pero se le ofreció como alternativa incorporarse al arma de
infantería, al igual que a otros subtenientes. Tomó parte en destacadas
operaciones militares en Chiclana, lo que le valió su primera condecoración:
la Cruz de Chiclana
Sitiado por los ejércitos franceses
desde 1810, fue espectador de primera línea de los debates de
las Cortes de Cádiz en la redacción de la primera constitución
española, lo que marcó su decidida defensa del liberalismo y el patriotismo.
Mientras la guerra tocaba a su fin, estuvo destinado en el Regimiento de
Infantería de Soria, y con dicha unidad se desplazó
a Cataluña combatiendo en Tortosa, Cherta y Amposta,
hasta regresar con el Regimiento a Madrid.
Camino de América
Terminada la guerra, La corte fernandina había conseguido desplazar a ultramar a seis regimientos de infantería y dos de caballería. A las órdenes del general Miguel Tacón y Rosique. Deseoso de proseguir su carrera militar, se alistó Espartero en septiembre de 1814 —al tiempo que era ascendido a teniente— en una de las divisiones del Regimiento Extremadura, embarcando en la fragata Carlota hacia América el 1 de febrero de 1815 para reprimir la rebelión independentista de las colonias Entre 1815 y 1824 estuvo destinado en América, donde combatió contra los independentistas hasta que España perdió sus colonias en el continente
Tras el pronunciamiento de Riego y
la jura de la Constitución gaditana por el rey, las tropas
peninsulares en América se dividieron definitivamente
entre realistas y constitucionalistas. San Martín aprovechó
estas circunstancias de división interna para continuar su acoso al enemigo y
avanzar, ante lo cual un numeroso grupo de oficiales destituyó a Pezuela como
virrey el 29 de enero de 1821, nombrando en su lugar al
general José de la Serna e Hinojosa. Se desconoce con exactitud
el papel que en este movimiento jugó Espartero, aunque su unidad en conjunto
fue leal al nuevo virrey. Sea como fuere, el que sería más tarde Duque
de la Victoria se empleó a fondo en el sur del Perú y este
de Bolivia en un modo de combate singular caracterizado por escasas
tropas y acciones rápidas donde el conocimiento del terreno y la capacidad de
aprovechar al máximo los recursos a mano eran determinantes. Este modo de
operar será el que más tarde desarrolle también en la guerra en España.
Los mayores problemas se concentraban en la
penetración de fuerzas hostiles desde Chile y las Provincias
Unidas de Sudamérica al mando del general José de San Martín. Para
obstaculizar los movimientos, se decidió
fortificar Arequipa, Potosí y Charcas, trabajo para el cual
la única persona con conocimientos técnicos de todo el Ejército del Alto Perú
era Espartero, por tener dos años de formación en la escuela de ingenieros. El
éxito de la empresa le valió el ascenso a capitán el 19 de
septiembre de 1816 y, aún antes de cumplir un año, el de segundo comandante.
Táctica militar
Los ascensos de Espartero por acciones de guerra fueron constantes. En 1823 era ya coronel de Infantería a cargo del Batallón del Centro del ejército del Alto Perú. Cuando el bando independentista lanzó la Primera Campaña de Intermedios a inicios de 1823, el general argentino Rudecindo Alvarado trató de penetrar con fuerzas muy superiores por las fortificaciones de Arequipa y Potosí, de las que se sentía especialmente orgulloso Espartero, el general Jerónimo Valdés no dudó en encargar a éste la defensa de la posición de Torata, con apenas cuatrocientos hombres, con el fin de hostigar desde ella al enemigo, al tiempo que Valdés organizaba una encerrona. Al llegar los sublevados, Espartero mantuvo durante dos horas la posición causando importantes bajas y replegándose a órdenes de Valdés de manera ordenada, mientras éste salía al encuentro del enemigo sin permitirle avanzar y, en un error del general Alvarado al desplegar una línea de frente excesiva, Valdés lanzó un ataque desde el que desbarató las pretensiones de penetración. Tras la llegada de José de Canterac, el enemigo fue puesto en fuga, siendo el Batallón de Espartero uno de los que persiguió a las fuerzas que huían por Moquegua y destacó por destruir por completo la llamada Legión Peruana. El general Valdés consignó en sus calificaciones sobre Espartero:
Tiene mucho valor, talento, aplicación y
conocida adhesión al Rey nuestro señor: es muy a propósito para el mando de un
Cuerpo y más aún para servir en clase de oficial de Estado Mayor por sus
conocimientos. Éste será algún día un buen general...
A su valentía se unía una gran sangre fría y
capacidad de engaño al enemigo, infiltrándose entre los sublevados para más
tarde arrestarlos y, en juicio sumarísimo, condenarlos a muerte y
ejecutarlos. Este modo de proceder sería una constante en su carrera militar.
Desde luego, la eficiencia "ejemplarizante" (Foucalult) y brutal y
pre-moderna de la represión colonial en los militares Liberales españoles,
-repetidos por O´Donnell y Serrano más tarde en Cuba-, fueron lo que terminaron
de sellar el camino independentista de los pueblos latinoamericanos frente a la
Corona española. Es decir, los pueblos latinoamericanos no se sintieron
interpelados por el discurso de los Militares Liberales españoles,-quienes no
exhibían mayor diferencia colonialista que los políticos y militares españoles
más ultramontanos-, y quienes se caracterizaron también por la dureza en la
represión de sus tropas coloniales.
Fin de la etapa americana y regreso a España
El 9 de octubre de 1823, el victorioso comandante fue ascendido a brigadier otorgándosele el mando del Estado Mayor del Ejército del Alto Perú. Tras finalizar labores de control de los restos de insurgentes, La Serna lo envió a la conferencia de Salta como representante plenipotenciario del virrey para la firma de un armisticio que permitiese la extensión de los acuerdos con los insurrectos de Buenos Aires al Perú. En Salta se reunió Espartero con el general José Santos de la Hera, que actuaba en nombre de los comisarios regios. Acreditado, Espartero comunicó a Las Heras que el acuerdo no era posible, pues las fuerzas enemigas carecían de toda capacidad operativa y no se sentía el virrey obligado a otorgar más que la generosidad con la que habían sido tratados. La actitud hostil de La Serna y el propio Espartero hacia los delegados en nombre del rey Fernando se ha interpretado como una afrenta a la Corona para algunos, o como una medida de contención de las aspiraciones independentistas para otros.
La figura de Espartero a esta edad fue trazada
por el conde de Romanones como la de:
...un hombre de estatura mediana, por el conjunto
y proporciones de su cuerpo no daba la impresión de pequeñez... de ojos claros,
mirada fría... sus músculos faciales no se contraían en momento alguno...
El fin del Trienio Liberal y el
retorno al absolutismo volvieron a dividir al ejército expedicionario. La
Serna envió a Espartero a Madrid con el encargo de recibir
instrucciones precisas de la Corona, partiendo para la capital desde el puerto
de Quilca el 5 de junio de 1824 en un barco inglés.
Llegó a Cádiz el 28 de septiembre y se presentó en Madrid el12
de octubre. Aunque obtuvo para el virrey la confianza de la Corona, no le
fue posible garantizar los refuerzos pedidos.
Embarcó en Burdeos camino
de América el 9 de diciembre, coincidiendo con la pérdida
del Virreinato del Perú. Arribó a Quilca el 5 de
mayo de 1825 sin noticias del desastre de Ayacucho, y fue
hecho prisionero por orden de Simón Bolívar, estando a punto de ser
fusilado en más de una ocasión. Gracias a la mediación entre otras personas,
del liberal extremeño Antonio González y González que sufría exilio
en Arequipa, fue liberado tras sufrir dura prisión, pudiendo regresar a España
con un numeroso grupo de compañeros de armas.
A su llegada fue destinado
a Pamplona y posteriormente fijó su residencia en Logroño, muy a
su pesar. Allí contrajo matrimonio el 13 de
septiembre de 1827 con María Jacinta Martínez de Sicilia, rica
heredera de la ciudad y gracias a la cual se convirtió en un hacendado.
A pesar de los favorables informes de sus
superiores, de regreso en la península hubo de desempeñar funciones
burocráticas y destinos menores, lo que lo irritaba. Aprovechó para ordenar su
nueva hacienda constituida por la fortuna heredada de su esposa, María Jacinta,
y que consistía en un mayorazgo y diversos bienes vinculados donde se
encontraban importantes fincas rústicas y urbanas y cerca de un millón y medio
de reales procedentes también de los beneficios en las inversiones que los
tutores de su esposa habían realizado durante la minoría de edad de ésta.
En 1828 fue nombrado comandante
de armas y presidente de la Junta de Agravios de Logroño y
después se lo destinó al Regimiento Soria destacado en
Barcelona primero, y Palma de Mallorca más tarde.
La impronta de la experiencia americana
Aunque no participó en la decisiva batalla de Ayacucho —lo que provocaba sus iras al serle mencionado—, sí que lo hizo en muchos otros enfrentamientos y, de hecho, él y muchos de los oficiales que lo acompañaban serían conocidos en España como «los Ayacuchos», en recuerdo de su pasado americano y de la influencia que sobre sus ideas políticas tuvieron otros militares liberales que participaron en aquella guerra. Su actividad en la campaña americana fue febril y destacada por sus conocimientos en topografía y construcción de instalaciones militares, su capacidad de actuar rápido y con pocos efectivos, la virtud de movilizar con prontitud tropas y la autoridad que le reconocían sus soldados. Los méritos de guerra fueron numerosos, aunque hizo poca mención de ellos en los años posteriores.
En lucha contra los carlistas
El general «isabelino»
Al morir Fernando VII, se decantó por el apoyo a la causa de Isabel II y de la regente María Cristina de Borbón frente al hermano del difunto rey Fernando, Carlos María Isidro., en virtud de sus convicciones constitucionales. Luchó contra la reacción absolutista en la Primera Guerra Carlista (1833-40), en la que desempeñó un papel destacado.
Entre los cambios en la dirección del Ejército
que la regente María Cristina adoptó en los primeros días de gobierno para
eliminar a los elementos carlistas, Espartero fue nombrado comandante
general de Vizcaya en 1834, bajo las órdenes de un antiguo jefe
suyo, Jerónimo Valdés, que lo había reclamado para el servicio en campaña.
Participó así en el frente norte durante la Primera Guerra Carlista,
desempeñando un destacado papel, no sin antes haber puesto en fuga distintas
partidas carlistas en Onteniente.
Sus primeras medidas recuerdan mucho la etapa
americana. Al frente de una pequeña división, ordenó la fortificación
de Bilbao, Durango y Guernica para defenderlas de las
incursiones carlistas, y persiguió las pequeñas partidas que se iban formando
en distintos puntos. La primera operación de envergadura enfrentándose al
grueso de las tropas enemigas tuvo como escenario Guernica en febrero
de 1834. Sitiados los cristinos por una columna de seis mil
hombres, Espartero liberó la ciudad el día 24 con cinco veces menos
fuerzas que los atacantes, lo que le valió el ascenso a mariscal de campo.
En mayo se le otorgó la Comandancia
General de todas las Provincias Vascongadas. La segunda gran acción
que recibió como encargo fue a mediados de 1835. El general carlista Zumalacárregui había
conseguido agrupar las partidas de voluntarios en un ejército bien organizado.
Los cristinos, sin embargo, pasaban por una grave crisis al haber sido
cambiados los mandos en varias ocasiones por la propia situación de
conflictividad que vivía Madrid. En estas circunstancias, Zumalacárregui
emprendió una ofensiva que lo llevó a fijar posiciones avanzadas
en Villafranca de Ordicia, dominando así una amplia zona de movimientos.
Espartero recibió el encargo de Valdés de enfrentarse a Zumalacárregui, para lo
que contaba con dos divisiones y un batallón, más otras dos divisiones que se
aproximaban desde el valle del Baztán. El 2 de junio consiguió
sin esfuerzo situarse en un alto a la vista de Villafranca, en el camino
de Vergara. Aseguró las posiciones a la espera de los refuerzos, pero
cambió de parecer y se dirigió a Vergara. Al estar a la vista del general
carlista Francisco Benito Eraso, éste aprovechó la vulnerabilidad del
batallón de retaguardia para atacarlo en su repliegue con poco más de tres
compañías de infantería. La impresión de los atacados fue que el grueso
carlista era numeroso y, poco a poco, se extendió el pánico entre la tropa que
llegó a huir de manera desordenada hacia Bilbao. Éste fue el primer fracaso
militar de Espartero y las consecuencias de la derrota fueron muy graves ya que
los carlistas ocuparon pocos días después Durango, quedándoles abierto el
camino para sitiar Bilbao.
La guerra entre el verano de 1835 y el de 1836
En Bilbao, cuando catorce batallones carlistas asediaban la ciudad el 24 de agosto de 1835, Espartero participó activamente en el levantamiento del cerco sin apenas esfuerzo. De camino a Vitoria tras salir de Bilbao el 11 de septiembre, batallones carlistas se opusieron a sus unidades, por lo que ordenó arremeter contra ellos persiguiéndolos hasta Arrigorriaga, donde se encontró con importantes fuerzas carlistas que lo obligaron a retroceder hasta la capital vizcaína. En este repliegue encontró tomada la entrada a la ciudad, con lo que recibió ataques por vanguardia y retaguardia. Acorralado, Espartero decidió enfrentarse a las tropas que en el puente sobre el río Nervión le cortaban el paso, pudiendo cruzar al fin camino de la ciudad en una brillante acción que le valió la Cruz Laureada de San Fernando y la Gran Cruz de Carlos III, además de una herida en el brazo.
Su valentía y arrojo fueron incuestionables
como en el Primer Sitio de Bilbao, que consiguió levantar. Tras
la batalla de Mendigorría, donde los cristinos obtuvieron su segunda gran
victoria en la guerra, Espartero debió enfrentarse a su superior, Luis
Fernández de Córdoba, en una pugna entre ambos por recibir los méritos de las
acciones de campaña.
No obstante su desafiante capacidad, sus
mandos no lo consideraban capaz de dirigir el grueso de los
ejércitos Cristinos dado su ímpetu alocado y sus reiterados actos de
desobediencia a los superiores.
En 1836 el Ejército del Norte quedó en manos
de Luis Fernández de Córdoba como general en jefe. Recibidas órdenes
de atacar al enemigo en cualquier situación de ventaja, Espartero ocupó en
marzo el puerto de Orduña con fuerzas menguadas, ganando así una
ventajosa posición para el ejército, lo que le valió una nueva Laureada de San
Fernando y la posibilidad de efectuar una nueva acción días después
sobre Amurrio. Tras las acciones con la III División al abrir
franco el paso a Vizcaya, Fernández de Córdoba lo propuso, muy a su pesar,
para el ascenso a teniente general el 20 de junio. Aún le permitió la
guerra obtener el acta de diputado por Logroño a las Cortes
Generales en las elecciones celebradas el 3 de octubre de 1836 junto a
quien sería otro gran adalid del liberalismo, Salustiano de Olózaga.
Todavía sería elegido en otras tres ocasiones a lo largo de su vida, aunque no
ocupó jamás su escaño y renunció en favor de otras provincias.
En el verano Espartero cayó enfermo y se
desplazó a Logroño para recuperarse. Los movimientos liberales en
toda España se sucedieron mientras descansaba. Los éxitos militares logrados lo
catapultaron finalmente a ser nombrado general en jefe del Ejército del Norte y
virrey de Navarra, en sustitución de Fernández de Córdoba. El motín de los
sargentos de La Granja, que había colocado a la regente en la necesidad de
abandonar el Estatuto Real y dar más protagonismo a los liberales con
el restablecimiento de la Constitución de Cádiz de 1812, favoreció
también el nombramiento. Alcanzar el grado de general en jefe hizo que el
futuro duque de la Victoria moderase su crueldad, limitase sus
acciones impetuosas y dedicase un tiempo a reorganizar el ejército isabelino
que contaba con dos problemas graves: uno, la necesidad de moverse por un
territorio, el carlista, bien asentado, donde las fuerzas leales a María
Cristina sólo contaban con algunas grandes ciudades y fortificaciones, pero no
libertad de movimientos; en segundo lugar, la falta de recursos para equipar
las tropas y la ausencia de disciplina interna.
Casi sin actividad bélica, los carlistas aprovecharon
para reorganizarse y volvieron a sitiar Bilbao en 1836 con
más fuerzas y mejor organizados que en la primera ocasión. Desde
el Ebro y sin usar el camino de Vitoria, Espartero dirigió catorce
batallones camino de la capital vizcaína en un viaje lento y tormentoso,
concentrándose en el valle de Mena en noviembre, dado que no disponía
todavía de información suficiente sobre los posibles movimientos del enemigo.
Finalmente, mientras la flota hispano-británica lo esperaba en Castro Urdiales,
consiguió llegar el día 20 de noviembre y embarcar a su ejército, con
trescientos jinetes más, camino de Portugalete, donde arribó el 27.
Tomó los altos de Baracaldo pero lo rechazaron los carlistas en el primer
intento de entrar en Bilbao. Aunque el 30 la mayoría de los generales
aconsejaron a Espartero que abandonase el intento de levantar el sitio, decidió
no hacer caso: ordenó construir un puente de barcas sobre el Nervión y
el 1 de diciembre el ejército isabelino se encontraba al otro lado,
debiendo mantener las posiciones contra el incesante fuego enemigo. El segundo
intento de levantar el cerco volvió a fracasar y la moral de la tropa decayó.
Falto de dinero, que no llegó hasta mediados de mes, Espartero trazó un plan
que le permitió atacar a un tiempo por las dos orillas del Nervión. El 19
de diciembre, los cañones de la Armada Española e inglesa apoyaron la
operación de avance y la ciudad fue liberada en una acción meritoria, con
Espartero enfermo y a la cabeza, entrando por el puente de Luchana el
día de Navidad. Especialmente satisfecho, un oficial envió según sus
instrucciones el siguiente Oficio al Gobierno del que se extrae lo sustancial:
...Las privaciones y sufrimientos de las
tropas de mi mando han quedado recompensadas en este día. Ayer a las cuatro de
la tarde dispuse la atrevida operación de embarcar compañías de cazadores que
se apoderasen de la batería enemiga de Luchana. Al poco tiempo, aunque en medio
de una terrible nevada, se ejecutó la operación con el éxito más feliz para la
bravura y entusiasmo de aquellas, y eficaz cooperación de la Marina inglesa
y española. El puente quedó en nuestro poder; los enemigos lo tenían cortado;
pero a la hora y media ya estaba restablecido. Los enemigos, reuniendo
considerables fuerzas, acudieron sobre aquel punto: el combate se empeñó ya de
noche: el temporal de agua, nieve y granizo, fue espantoso: la pérdida que
experimentó este ejército en las muchas horas de combate fue también de
consideración. Los momentos fueron críticos; pero las cargas decididas á la bayoneta
nos hicieron dueños de todas sus posiciones, haciendo levantar el sitio de esta
villa, en la que he verificado hoy la entrada. Todas sus baterías, municiones é
inmenso parque quedó en nuestro poder... Cuartel General de Bilbao, 25 de
diciembre de 1836. Excmo. Sr. Baldomero Espartero. Excmo. Sr. Secretario de
Estado y del Despacho de la Guerra.
Su victoria en la batalla de
Luchana «puso el nombre de Espartero en labios de todo el mundo, al menos
en la España liberal, y lo convirtió en objeto de pinturas,
innumerables artículos en periódicos, de discursos parlamentarios y también sin
duda, de conversaciones de café. Según Antonio Espina [biógrafo de Espartero],
tras Luchana, Espartero "adquirió proporciones épicas". Fue un regalo
de Navidad idóneo para la causa liberal. Para el pueblo se convirtió en la
"Espada de Luchana", y posteriormente recibió el título de conde de
Luchana».
Hacia el final de la guerra: el «Abrazo de
Vergara»
Después de Luchana, la guerra tocaba a su fin. Las fuerzas leales a Isabel II eran superiores en número y capacidad operativa. Desde Bilbao, Espartero se trasladó por el norte del País Vasco hasta Navarra, concentró y organizó a las tropas, se dirigió al Maestrazgo y se vio obligado a enfrentarse con la denominada Expedición Real encabezada por don Carlos (1837); último intento de éste de conquistar Madrid y obtener la victoria en la guerra. Espartero les alcanzó a las puertas de la capital, donde se libró la batalla de Aranzueque con victoria del general "isabelino". El éxito lo colocó en una posición dominante entre los liberales, pero también entre todos los ciudadanos agradecidos por haberles salvado de la incursión y haber provocado el desmoronamiento del ejército enemigo. Los homenajes y agradecimientos públicos y privados convencieron a Espartero de que la popularidad obtenida era un equipaje muy valioso para alcanzar el poder político.
Después de Luchana, la guerra tocaba a su fin. Las fuerzas leales a Isabel II eran superiores en número y capacidad operativa. Desde Bilbao, Espartero se trasladó por el norte del País Vasco hasta Navarra, concentró y organizó a las tropas, se dirigió al Maestrazgo y se vio obligado a enfrentarse con la denominada Expedición Real encabezada por don Carlos (1837); último intento de éste de conquistar Madrid y obtener la victoria en la guerra. Espartero les alcanzó a las puertas de la capital, donde se libró la batalla de Aranzueque con victoria del general "isabelino". El éxito lo colocó en una posición dominante entre los liberales, pero también entre todos los ciudadanos agradecidos por haberles salvado de la incursión y haber provocado el desmoronamiento del ejército enemigo. Los homenajes y agradecimientos públicos y privados convencieron a Espartero de que la popularidad obtenida era un equipaje muy valioso para alcanzar el poder político.
Entre 1837 y 1839, al tiempo que formó un gobierno
fugaz por falta de sostén parlamentario suficiente, derrotó a las tropas
carlistas en Peñacerrada, en Ramales—que se llamó Ramales
de la Victoria desde entonces— y en Guardamino.
Fomentó la división entre los carlistas y firmó la paz, promovida
muy activamente por el representante militar de Gran Bretaña en
Bilbao, lord John Hay, con el general carlista Rafael
Maroto mediante el Convenio de Oñate el 29 de
agosto de 1839, confirmado con el abrazo que se dieron estos dos generales
dos días más tarde ante las tropas de ambos ejércitos reunidas en los campos
de Vergara, acto que se conoce como el Abrazo de Vergara.
El acuerdo entre Espartero y Maroto sellado con el "abrazo de
Vergara" el 31 de agosto de 1839 consistía en que los carlistas depondrían
las armas a cambio de que los oficiales y soldados de su ejército se
incorporaran al ejército regular y que
los fueros de Guipúzcoa, Álava, Vizcaya y Navarra serían
respetados por el gobierno. La idea de utilizar los fueros para alcanzar la paz
parece que surgió a principios de 1837, aunque se discute de quién partió
—Antonio Pirala en su Historia del Convenio de Vergara publicada en
1852 se la atribuyó a Eugenio de Aviraneta—.
La firma del acuerdo de paz con Maroto había sido contestada por
muchos sectores carlistas, entre los que se encontraba el general Ramón
Cabrera que, refugiado en el Maestrazgo, plantó cara a Espartero hasta que
fue derrotado con la conquista de Morella el 30 de
mayo de 1840, acción por la cual la reina Isabel le concedió el
título de duque de Morella y el Toisón de Oro. Cabrera huyó
hacía Cataluña con la mayor parte de los restos del Ejército del Norte, siendo
perseguido por el general Leopoldo O'Donnell.
El final victorioso de la guerra carlista le valió la dignidad
de grande de España y el título duque de la Victoria, amén
del de vizconde de Banderas. Muchos años más tarde, en 1872, el
rey Amadeo I le concedió también el de príncipe de Vergara, con
el tratamiento aparejado de Su Alteza Real. Posteriormente, este
otorgamiento fue confirmado por el rey Alfonso XII.
Durante la primera guerra carlista el general Espartero
dio muestras de sus cualidades como militar que ya había demostrado durante las
campañas americanas y entre las que destacaban su valentía -que fue lo que más
contribuyó a convertirlo en un héroe nacional, especialmente tras su victoria
en la batalla de Luchana-, su honestidad —un diplomático norteamericano
dijo de él que «disfruta de una fortuna independiente y no pretende aumentarla
a expensas de la tropa, como es costumbre aquí»— y el interés por los hombres
que estaban bajo sus órdenes, como lo demostraba su continuo empeño en
conseguir los fondos para pagar sueldos y vituallas de sus soldados —un
problema que padeció su antecesor al frente del Ejército del Norte, el
general Luis Fernández de Córdoba, y que su hermano Fernando en sus
memorias escribió: «el dinero, nervio del Ejército, faltaba lastimosamente en
el Norte, y así es que, además de la carencia de subsistencias y pertrechos,
los oficiales no cobraban sus sueldos ni el soldado sus reducidos sobres»—
Pero durante la guerra civil también aparecieron dos de sus
defectos: que su valor alternaba con recurrentes episodios de desidia y falta
de firmeza -que pudieron estar relacionados con su dolencia en la vejiga que
padeció toda su vida y que le hacía extremadamente doloroso montar a caballo- y
su excesiva severidad en todo lo relacionado con la disciplina. En cuanto a
esto último el incidente que tuvo mayor repercusión es el que se produjo por la
orden dada por Espartero de diezmar un batallón de chapelgorris —voluntarios
liberales a sueldo— guipuzcoanos cuyos miembros supuestamente habían asesinado
al párroco de la aldea alavesa de Labastida, profanado la iglesia y
arrasado el lugar, y que fue cumplida el 13 de diciembre de 1835. La operación
fue dirigida personalmente por Espartero, quien en su informe oficial afirmó
que los actos cometidos por estos soldados exigían la «pública demostración a
las tropas y a los pueblos... con un severo escarmiento», y durante la misma se
echaron a suertes los chapelgorris que iban a ser fusilados, uno de
cada diez, y de entre ellos se escogió a diez, "y sin darles más tiempo
que algunos momentos para confesarse, a los diez que cupo tan aciaga suerte
fueron inhumanamente fusilados", según relató el comandante del batallón. Asimismo
Espartero ordenó ejecutar prisioneros carlistas en represalia por el asesinato
de liberales, que el general justificó afirmando en una carta que «el empleo de
represalias no es más que defensa propia» y «porque perdería la mágica ilusión
que la fortuna me ha otorgado, desde el momento en que se observe en mí
indiferencia por castigar los crímenes de los rebeldes, y por proteger a mis
subordinados».
Sus éxitos militares durante la guerra
carlista —la batalla de Luchana de diciembre de 1835 con la que
rompió el sitio de Bilbao; el abrazo de Vergara que puso fin a la
guerra en el norte— le proporcionaron una enorme popularidad rayana en la
idolatría especialmente entre las clases bajas —para el pueblo Espartero era la
«Espada de Luchana» y, tras su victoria en la guerra, pasó a ser el
«Pacificador de España»—. Así relata un diplomático norteamericano la entrada
en Madrid de Espartero el 29 de septiembre de 1840:
Su entrada fue celebrada con la más entusiasta acogida; durante
tres días los festejos continuaron a una escala de regia magnificencia —las
calles iluminadas, las casas adornadas con colgaduras, arcos triunfales
erigidos en el Prado, y una airosa columna con los símbolos adecuados en
la Puerta del Sol—, además de espectáculos dramáticos y corridas de toros,
a los cuales los espectadores fueron invitados con entradas para reunirse con
él.
Estas muestras de entusiasmo se repitieron en otros lugares como
cuando llegó a Valencia el 8 de octubre y la multitud desenganchó los
caballos de su carruaje y se puso a tirar de él por las calles de la ciudad.
La entrada en la vida política se produjo tras la victoria de
Luchana cuando tanto moderados como progresistas le
ofrecieron formar parte del gobierno ocupando el Ministerio de Guerra,
pero él se negó porque la Guerra aún no había concluido. Su
decantamiento por los progresistas, según Jorge Vilches, se debió a que el
gobierno del moderado Evaristo Pérez de Castro no aprobó la petición
de Espartero de que su ayudante Linage fuera ascendido a mariscal de
campo, aunque también pudieron influir sus enfrentamientos con el general
moderado Ramón María Narváez que venían desde años atrás, cuando no se le
suministraban las mismas tropas, material y fondos que al Espadón de Loja.
Las incursiones de Espartero en política desde 1839 eran duramente
contestadas por la prensa moderada. Consciente de su poder y opuesto al
conservadurismo de María Cristina, tras las revueltas de 1840 consiguió
ser nombrado presidente del Consejo de Ministros, pero el
insuficiente apoyo lo obligó a dimitir. Espartero lideraba sin oposición el
Partido Progresista y necesitaba una mayoría suficiente en las Cortes.
El motín de la Granja de San Ildefonso había llamado la
atención a los moderados sobre la fortaleza de los liberales y, por tanto, del
propio Espartero. Así, el enfrentamiento con la regente acerca del papel de
la Milicia Nacional y de la autonomía de los Ayuntamientos, concluyó
en una sublevación generalizada contra María Cristina en las ciudades más
importantes —Barcelona, Zaragoza y Madrid, las más destacadas— y en
la renuncia y entrega de ésta de la Regencia y custodia de sus hijas,
incluida la reina Isabel, en manos del general.
Espartero alcanzó la Regencia mientras María
Cristina marchaba al exilio en Francia. No obstante, el Partido Progresista se
encontraba dividido respecto a cómo ocupar el espacio dejado por la madre de
Isabel II. Por un lado, los llamados trinitarios abogaban por el
nombramiento de una Regencia compartida por tres miembros. Por otro,
los unitarios capitaneados por el propio Espartero mantenían la
necesidad de una Regencia unipersonal sólida. Finalmente, Espartero fue
elegido el 8 de marzo de 1841 regente único del Reino por 169 votos
de las Cortes Generales contra 103 votos que obtuvo Agustín
Argüelles. La fortaleza del general le permitió alcanzar la Regencia no
sin antes haberse enemistado con una parte significativa del Partido
Progresista que veía en el general un autoritarismo latente, teniendo que
haber utilizado incluso parte de los votos moderados para alcanzar la regencia
única.
Su modo de gobernar personalista y militarista provocó la
enemistad con muchos de sus partidarios. Esta situación de tensión interna
entre los progresistas fue aprovechada por los moderados con
el levantamiento de O'Donnell en 1841, que se saldó con el fusilamiento de
algunos destacados y apreciados miembros del ejército, como Diego de León.
Con posterioridad, el alzamiento de Barcelona en noviembre
de 1842, provocado por la crisis del sector algodonero, fue reprimido con
dureza por el regente al bombardear la ciudad el capitán general Antonio
Van Halen el 3 de diciembre con cuantiosas víctimas. Suya es la frase
«a Barcelona hay que bombardearla al menos una vez cada 50 años», siendo el
preludio del fin de su Regencia. El general Prim se sublevó en
Barcelona, y lo siguieron, entre otras ciudades, Granada y la propia
Madrid.
En 1843 se vio obligado a disolver las Cortes, ante la hostilidad
de las mismas. Narváez y Serrano encabezaron un pronunciamiento
conjunto de militares moderados y progresistas, en el que las fuerzas propias
del regente se pasaron al enemigo en Torrejón de
Ardoz. Sevilla se sublevó en julio y fue bombardeada por
las fuerzas de Van Halen y, a partir del día 24, por Espartero en persona.
Tras huir por El Puerto de Santa María, marchó al exilio en Inglaterra el 30 de julio. Las nuevas autoridades ordenaron que, de ser hallado en la península, fuera »pasado por las armas« sin esperar otras instrucciones. Pero las maniobras de Luis González Bravo y del propio Narváez contra los progresistas, en especial contra Salustiano Olózaga, hicieron que éstos no tardaran en reclamar de Espartero, exiliado, el liderazgo de los liberales. En Inglaterra Espartero vivió una vida austera, aunque era agasajado constantemente por la Corte británica y toda la nobleza. No perdió de vista la política nacional y, sin duda, buena parte de las acciones civiles y militares de los progresistas en este periodo contaron con su beneplácito.
En 1848 fue restituido en sus honores y regresó a España, refugiándose en Logroño y abandonando la vida pública. De esta forma cumplió un deseo que ya manifestó al inicio de la regencia en una carta escrita a su esposa en la que le decía que cuando lograra «consolidar el trono de Isabel, la Constitución, jurada la paz, la prosperidad e independencia de mi patria» emplearía el resto de su vida «en plantar árboles en la Fombera y mejorar a Logroño como un simple ciudadano».
Cuando fue destronada la reina Isabel II por la revolución de 1868, Juan Prim y Pascual Madoz le ofrecieron la Corona de España, cargo que no aceptó. Los años habían hecho mella en su persona y no se consideraba con fuerzas para tan alta empresa. La ciudadanía y buena parte de la prensa liberal reclamaba al viejo general septuagenario para ser proclamado rey. Panfletos, artículos -sobre todo en los diarios La Independencia y El Progreso- e incluso canciones con mejor o peor fortuna y gusto pedían en las grandes ciudades que se ofreciera al general la Corona.
Exiliado en Inglaterra (1843–1848)
Tras huir por El Puerto de Santa María, marchó al exilio en Inglaterra el 30 de julio. Las nuevas autoridades ordenaron que, de ser hallado en la península, fuera »pasado por las armas« sin esperar otras instrucciones. Pero las maniobras de Luis González Bravo y del propio Narváez contra los progresistas, en especial contra Salustiano Olózaga, hicieron que éstos no tardaran en reclamar de Espartero, exiliado, el liderazgo de los liberales. En Inglaterra Espartero vivió una vida austera, aunque era agasajado constantemente por la Corte británica y toda la nobleza. No perdió de vista la política nacional y, sin duda, buena parte de las acciones civiles y militares de los progresistas en este periodo contaron con su beneplácito.
Espartero fue recibido en Inglaterra con gran efusión, ya que su
fama no se limitaba a España -había sido condecorado por varios monarcas extranjeros:
la reina Victoria le concedió la Order of the Bath; el rey Luis
Felipe de Orleans la Legión de Honor francesa; la
reina María II de Portugal, la Orden de la Torrre -.
Sólo un día después de su llegada a Londres, según relató el diario The
Times su hotel "fue literalmente sitiado por visitantes de todos los
rangos. El duque de Wellington estuvo entre los primeros en hacer una
visita a Su Excelencia". También fueron a visitarle el conde
de Clarendon y sir Robert Peel y fue invitado a cenar
por lord Palmerston, entre otros. Fue recibido en audiencia por la
reina Victoria y el 26 de septiembre de 1843 el alcalde de Londres
organizó una cena en su honor en la Mansion House, durante la cual
pronunció un discurso -que tuvo ser aprobado tras un larguísimo debate por
la Cámara de los Comunes.
Mientras, en España el editor Benito Hortelano
Balvo publicó una biografía por capítulos de Espartero, escrita
por Carlos Massa Languinete, que tuvo un enorme éxito. El propio Hortelano
recordó en sus memorias la popularidad de la que seguía gozando Espartero a
pesar de su exilio:
Los madrileños no solo eran grandes entusiastas del general, sino
también fanáticos admiradores. Durante su exilio en Londres, todas sus
esperanzas fueron puestas en él. Era su salvador, su ídolo; no podían
contemporizar con los moderados, porque habían condenado al ostracismo al
Mesías del pueblo.
La Constitución moderada de 1845 no aseguró la
estabilidad política. Antes al contrario, la distancia entre liberales
progresistas y moderados se agrandó. Isabel II, aconsejada por su madre, trató
de acercar a Espartero de nuevo hacia la Corona, sabedora de que, más
temprano que tarde, habría de contar con un hombre admirado por su pueblo y de
tan importante influencia. Así, el 3 de septiembre de 1847, el
entonces presidente del Gobierno, Joaquín Francisco Pacheco, le expidió
el Decreto por el cual la reina lo nombraba senador y, poco
más tarde, embajador plenipotenciario en Gran Bretaña. Era el tiempo
de la reconciliación.
Reconciliado con la reina: el bienio progresista (1854–1856)
En 1848 fue restituido en sus honores y regresó a España, refugiándose en Logroño y abandonando la vida pública. De esta forma cumplió un deseo que ya manifestó al inicio de la regencia en una carta escrita a su esposa en la que le decía que cuando lograra «consolidar el trono de Isabel, la Constitución, jurada la paz, la prosperidad e independencia de mi patria» emplearía el resto de su vida «en plantar árboles en la Fombera y mejorar a Logroño como un simple ciudadano».
Sin embargo, durante el retiro en Logroño su popularidad no
decayó, como lo destacó el editor de su biografía Benito Hortelano que fue a
visitarlo tras su regreso del exilio y se encontró con su casa rodeada por la
multitud, «un inmenso pueblo que día y noche se instaló con objeto de ver al
caudillo del pueblo, si alguna vez salía o se asomaba al balcón; una mirada de
él hubiero sido suficiente para electrizar a aquella población».
Reapareció en la vida pública en el bienio progresista de
1854-1856 junto a Leopoldo O'Donnell después del triunfo de la
revolución de 1854. Durante esos dos años fue nuevamente presidente del
Consejo de Ministros de España.32 Antes
de volver a la política activa lanzó esta breve proclama a sus conciudadanos de
Logroño:
Riojanos: me separo de Logroño, mi pueblo adoptivo, porque la
Patria y su libertad reclaman mi presencia en la invicta Zaragoza. Me
llevo el grato recuerdo de siete años en que he sido vuestro conciudadano. Un
solo encargo os dejo: Obedeced a la patriótica Junta que ha sido instalada en
este día, respectad sus disposiciones y conservad el orden, garantía segura del
triunfo.
Una prueba de que Espartero mantenía intacta su popularidad
después de cinco años de exilio y de seis retirado en Logroño la ofrece el
embajador británico en Madrid que declaró:
No hay duda de que las clases bajas de Madrid, Zaragoza y la
mayoría de las principales ciudades son esparteristas... Al igual
que Napoleón en Francia, su retrato es universal en las barracas de
los pobres, y es el único.
En el mismo sentido se expresaron otros representantes
diplomáticos y también observadores y políticos españoles como Fernando
Garrido, líder del Partido Demócrata y pionero del socialismo
español:
La revolución triunfante, la soberanía nacional, no pueden ser
dignamente representadas sino por el soldado de la Libertad, por el hombre
del Pueblo, por el ciudadano que escribiera en su bandera cuando el pueblo
armado le ofrece la dictadura: Cúmplase la Voluntad Nacional.
Espartero también fue considerado como el símbolo de la lucha de
la clase obrera, incluso en Barcelona, ciudad que había ordenado bombardear
dieciséis años antes. Así en la huelga de las selfactinas entre
julio y diciembre de 1854 los obreros decían: «Y perque nols engañen / dos
pilars hi han posat / lo un es Espartero / i l'altre la Societat». Y cuando se
declaró la huelga general en 1855 y una delegación obrera se preparaba para
salir hacia Madrid, se elaboró un manifiesto que concluía con un «¡Viva
Espartero! ¡Viva la Milicia Nacional! ¡Viva la libertad! ¡Viva la libre
asociación, orden, trabajo y pan!».
Pero el propio O'Donnell terminó por desplazarlo del poder con su
proyecto de Unión Liberal, tramando desde su puesto como Ministro
de la Guerra cuanto convenía a sus intereses. Espartero ya no era el
hombre capaz de agotarse hasta el extremo y comprendió que la reina Isabel
había colocado, al decir de Romanones, «dos gallos en el mismo
gallinero» para mantener a dos de los más prestigiosos generales de su
lado.
Tras abandonar definitivamente el gobierno del Bienio Progresista, Espartero jamás tuvo intención de volver. Cualquiera que se aproximase a tener noticias, recibir consejo, informarse para una obra histórica, era bien recibido. Él mismo era consciente de que su tiempo había pasado, pero disfrutaba de la compañía de antiguos compañeros de armas, diputados liberales, nobles ingleses que pasaban por España visitándole para recordar los tiempos del exilio en Inglaterra.
Retiro en Logroño (1856–1879)
Tras abandonar definitivamente el gobierno del Bienio Progresista, Espartero jamás tuvo intención de volver. Cualquiera que se aproximase a tener noticias, recibir consejo, informarse para una obra histórica, era bien recibido. Él mismo era consciente de que su tiempo había pasado, pero disfrutaba de la compañía de antiguos compañeros de armas, diputados liberales, nobles ingleses que pasaban por España visitándole para recordar los tiempos del exilio en Inglaterra.
Una corona para el militar
Cuando fue destronada la reina Isabel II por la revolución de 1868, Juan Prim y Pascual Madoz le ofrecieron la Corona de España, cargo que no aceptó. Los años habían hecho mella en su persona y no se consideraba con fuerzas para tan alta empresa. La ciudadanía y buena parte de la prensa liberal reclamaba al viejo general septuagenario para ser proclamado rey. Panfletos, artículos -sobre todo en los diarios La Independencia y El Progreso- e incluso canciones con mejor o peor fortuna y gusto pedían en las grandes ciudades que se ofreciera al general la Corona.
Una de las canciones populares en favor de Espartero como nuevo
rey de España decía así:
Dichosa
sería España
bajo
demócrata mando,
altivo, no tolerado,
la corona en sien extraña;
de los Borbones la saña
olvidar nunca debemos,
Montpensier, no lo queremos,
Espartero es popular,
Rey lo
debemos alzar.
En la primavera de 1870, una comisión de diputados viajó
camino del retiro del general en Logroño para pedirle que aceptara la empresa.
Portaban una carta del entonces presidente del Consejo, Juan Prim, en la
que se leía:
Madrid, 13 de mayo de 1870. Serenísimo Señor: el Gobierno del
Regente considera llegado el momento de dar una solución definitiva al momento
que atravesamos. Los dignos ministros que componen el Gobierno que tengo el
honor de presidir anhelamos el bien de la patria y la consolidación de sus
libertades. Sabido es que al resolver la cuestión de Monarca amigos y
apasionados de V.A. se acordaron de los servicios prestados a la causa
constitucional por el pacificador de España. Para este caso, y, según lo he
hecho autorizado por el Gobierno, como lo estoy en esta ocasión presente, en
todas las candidaturas anteriormente iniciadas, con los respetos debidos,
desearía saber si podría contarse con la aceptación de V.A. para Rey de España
en el caso de que las Cortes Constituyentes y soberanas se dignaran elegirle.
El Gobierno no patrocina ninguna candidatura, dejando a la
Asamblea la más completa libertad. Tiene, sin embargo, el deber de evitar
que las pasiones se agiten inútilmente si no hubiese de aceptar el candidato
que las Cortes elijan. V.A. conocerá cuán elevado y patriótico es el
pensamiento que, en nombre del Gobierno, me obliga a dirigir a V.A. esta carta,
de la que es portador mi antiguo amigo y Diputado a Cortes el Excmo. Sr. D.
Pascual Madoz, quien ciertamente es una de las personas más adictas a V. A.
Queda de V. A. con las más distinguida consideración, su afectuoso y muy
respetuoso servidor, Firmado: El Conde de Reus. A. S. A. Serenísima y Capitán
General del Ejército don Baldomero Espartero, Duque de la Victoria.
La carta, pues, invitaba a ser candidato, más que a ser rey, con
la prevención de que no se sublevase si no era elegido. Tal era el temor que el
viejo capitán general todavía producía en las filas de algunos mandos del
Ejército. Envió una breve respuesta negativa y cortés a Prim —en la que le
decía «que no me sería posible admitir tan elevado cargo porque mis muchos años
[75] y mi poca salud no me permitirían su buen desempeño»— y
a Nicolás Salmerón, que encabezaba la delegación parlamentaria, le
expresó, entre otras cosas
...al trasmitir ustedes la expresión de mi gratitud al general
Prim y demás amigos que en mí pusieron las miras con tan alto pensamiento,
díganles de mi parte que la abandonen por completo y que alarguen el paso en el
camino de la constitución monárquica del país. Que desistan de traer al solio
español a ningún príncipe extranjero porque eso sería prolongar la peligrosa
interinidad en que vivimos...
Les advertía así sobre el alcance funesto que podía tener para
España una monarquía extranjera y la frustración que entre el pueblo eso iba a
generar.
Tras el fracaso de la monarquía democrática de Amadeo
I que dio paso a la Primera República Española, parece ser que fue
sondeado para que aceptara la presidencia de la República, si bien Espartero la
rechazó.
Cumplimentado por sucesivos jefes de Estado
Elegido Amadeo de Saboya como rey de España, en
septiembre de 1871 anunció públicamente su voluntad de acudir a visitar al
general Espartero en su residencia de Logroño. Se desconoce si fue aconsejado
para hacerlo, pero en el convulso periodo del Sexenio Democrático y
con un rey atípico elegido en Cortes, pareció conveniente al monarca ganarse la
confianza de quien era una leyenda del liberalismo.
El propio duque de la Victoria fue a recibirlo a la
estación de ferrocarril vestido con traje de gala como capitán general,
acompañado de autoridades civiles y militares de la ciudad y recorrieron juntos
el trayecto hasta la casa del duque en medio del júbilo de la población que
aclamó a ambos. Pasó dos días alojado el monarca en la residencia de Espartero
y apenas tuvo más contacto con la población que asistir a dos actos
protocolarios. Se desconoce el contenido de las conversaciones durante el
tiempo que estuvieron juntos, pero Espartero, cuando lo acompañó de regreso a
la estación de tren, dio muestras de alegría, respeto y lo trató como rey
legítimo de los españoles, reconocimiento que muy bien podría ser el que
buscaba Amadeo. A su regreso a Madrid, el rey le concedió el título de Príncipe
de Vergara (2 de enero de 1872), con tratamiento de Alteza Real.
Aún recibiría en su hogar al propio Estanislao
Figueras tras la proclamación de la Primera República Española y
a otro Rey que vendría a cumplimentarlo por tres veces: Alfonso XII.
El rey Alfonso acudió por vez primera el mismo año de su elección,
el 9 de febrero de 1875, acompañado del ministro de Marina y también pasó, como
Amadeo, la noche en casa del duque. La delicada salud del viejo general le
impidió acudir a recibir al monarca, que encontró a un hombre envejecido pero
que guardaba parte de sus antiguas fuerzas. El rey le comunicó la concesión
de la Gran Cruz de San Fernando, a lo que el propio Espartero hizo
buscar entre sus condecoraciones alguna de las ganadas con anterioridad y quiso
imponérsela a Alfonso XII para, en sus propias palabras.
...recuerde que el Rey Constitucional, a más de valeroso debe ser
justo y fiel custodio de las libertades públicas, con lo que asegurará la
felicidad del pueblo y logrará captar su amor...
Regresó el monarca el 6 de septiembre de 1876 para comunicar al
victorioso general de la Primera Guerra Carlista que, nuevamente,
el carlismo había sido vencido, y tiempo después, el 1 de octubre de 1878,
celebrándose una ceremonia religiosa por las almas de las esposas de ambos,
fallecidas hacía poco tiempo.
Pasó los últimos años de su vida en su hogar, rodeado del afecto de sus paisanos, siendo referente de muchos de los políticos de la época. Su conocida altanería dio paso a un hombre de estado, consejero para todos y que manifestó en cuantas ocasiones pudo su deseo de que las desavenencias entre las distintas facciones políticas no se solventasen más por la vía de las armas. La muerte de su esposa Jacinta lo sumió en un profundo pesar y ya no atendió más que a su propio final.
Su testamento había sido otorgado el 15 de junio de 1878, apenas seis meses antes de fallecer y poco después de la muerte de su esposa. Al no tener hijos, Espartero nombró heredera universal a su sobrina Eladia Espartero Fernández y Blanco, por quien sentía gran predilección. La herencia, constituida por una gran fortuna, iba acompañada de todos los títulos y honores. Al resto de sobrinos y al personal de su casa les dio mandas y legados, y a su antiguo ayudante, el Marqués de Murrieta, le otorgó la espada con la que Bilbao lo obsequió y la estatua ecuestre que le regaló la ciudad de Madrid, además de otras pertenencias militares menores.
Combatiente en tres de los cuatro conflictos más importantes de España en el siglo XIX, fue soldado en la guerra contra la invasión francesa, oficial durante la guerra colonial en el Perú y general en jefe en la ya mencionada primera guerra carlista. Vivió en Cádiz el nacimiento del liberalismo español, senda que no abandonaría jamás. Hombre extremadamente duro en el trato, valoraba la lealtad de sus compañeros de armas —término que no gustaba de oír los demás generales— tanto como la eficacia. Combatió en primera línea, fue herido en ocho ocasiones y su carácter altivo y exigente lo llevó a cometer excesos, en ocasiones muy sangrientos, en la disciplina militar. Convencido de que su destino era gobernar a los españoles, fue por dos veces presidente del Consejo de Ministros y llegó a la Jefatura del Estado como regente durante la minoría de edad de Isabel II. Ha sido el único militar español con tratamiento de Alteza Real y, a pesar de todas sus contradicciones, supo pasar desapercibido los últimos veintiocho años. Rechazó la Corona de España y fue tratado como una leyenda desde bien joven.
Últimos años
Pasó los últimos años de su vida en su hogar, rodeado del afecto de sus paisanos, siendo referente de muchos de los políticos de la época. Su conocida altanería dio paso a un hombre de estado, consejero para todos y que manifestó en cuantas ocasiones pudo su deseo de que las desavenencias entre las distintas facciones políticas no se solventasen más por la vía de las armas. La muerte de su esposa Jacinta lo sumió en un profundo pesar y ya no atendió más que a su propio final.
El General Espartero falleció el 8 de enero de 1879
en Logroño.
Su testamento había sido otorgado el 15 de junio de 1878, apenas seis meses antes de fallecer y poco después de la muerte de su esposa. Al no tener hijos, Espartero nombró heredera universal a su sobrina Eladia Espartero Fernández y Blanco, por quien sentía gran predilección. La herencia, constituida por una gran fortuna, iba acompañada de todos los títulos y honores. Al resto de sobrinos y al personal de su casa les dio mandas y legados, y a su antiguo ayudante, el Marqués de Murrieta, le otorgó la espada con la que Bilbao lo obsequió y la estatua ecuestre que le regaló la ciudad de Madrid, además de otras pertenencias militares menores.
Combatiente en tres de los cuatro conflictos más importantes de España en el siglo XIX, fue soldado en la guerra contra la invasión francesa, oficial durante la guerra colonial en el Perú y general en jefe en la ya mencionada primera guerra carlista. Vivió en Cádiz el nacimiento del liberalismo español, senda que no abandonaría jamás. Hombre extremadamente duro en el trato, valoraba la lealtad de sus compañeros de armas —término que no gustaba de oír los demás generales— tanto como la eficacia. Combatió en primera línea, fue herido en ocho ocasiones y su carácter altivo y exigente lo llevó a cometer excesos, en ocasiones muy sangrientos, en la disciplina militar. Convencido de que su destino era gobernar a los españoles, fue por dos veces presidente del Consejo de Ministros y llegó a la Jefatura del Estado como regente durante la minoría de edad de Isabel II. Ha sido el único militar español con tratamiento de Alteza Real y, a pesar de todas sus contradicciones, supo pasar desapercibido los últimos veintiocho años. Rechazó la Corona de España y fue tratado como una leyenda desde bien joven.
La Patria cuenta con vuestros esfuerzos,
con vuestras virtudes, con vuestra sabiduría,
para que hagáis leyes que afiancen sus derechos y
destruyan los abusos que se han introducido en el gobierno
del Estado. Hacedlas; que la Reina tendrá una
gran satisfacción en aceptarlas, y la Nación en obedecerlas.
En cuanto a mí, señores, yo las obedeceré siempre,
porque siempre he querido que se cumpla la voluntad
nacional, y porque estoy convencido de que
sin la obediencia a las leyes, la libertad es imposible.
Baldomero Espartero en la sesión de las Cortes
constituyentes
del 28 de noviembre de 1854
El político liberal
Aunque en 1826, durante la década ominosa, denunció una conspiración
liberal que estaba siendo organizada en Londres por unos «traidores» dirigidos
por el general exiliado Espoz y Mina para derribar la monarquía
absoluta de Fernando VII, tras la muerte de éste, Espartero siempre
fue partidario del liberalismo frente al absolutismo. Sin
embargo nunca puso por escrito su ideario y «su pensamiento político nunca fue
más allá de unos vagos pronunciamientos sobre la libertad y las constituciones,
así como la lealtad a la monarquía, que pueden resumirse en un lema que él
mismo hizo famoso: "Cúmplase la voluntad nacional"». Otra de las
frases que resumen su pensamiento político fue que lo que deseaba para España
era la «libertad apropiadamente entendida», cuyo modelo era la monarquía
constitucional británica, porque allí «se respeta como un derecho la reunión y
la petición con el fin de conocer la opinión y evitar la fuerza que
lleva consigo un cambio repentino que aquí se llama revolución». Su
primera declaración política apareció implícita en un poema escrito para
celebrar el restablecimiento de la Constitución de 1812 tras el motín
de los sargentos de La Granja en agosto de 1836:
Entre el más
inaudito despotismo
La madre España ha
poco se veía
Y rodeada de hijos
ambiciosos
Del bien particular
que los domina.
Ni aun hallaba
consuelo en la esperanza
De recobrar su
libertad perdida.
Arrojada a sus pies
y ya disuelto
El mejor de los
códigos yacía.
Destrozadas sus
páginas hermosas
Que al pueblo
español hicieron libre un día.
Y el noble
agricultor, el comerciante,
Las
doctas Musas y la industria activa
Testigos eran de su
amargo llanto,
Que fieles a
imitarles concurrían.
En esto, de la fama
diligente
Se oyen los ecos,
que pidiendo albricias,
Publican que por los
pueblos de Iberia
Logran su libertad
apetecida.
Siempre mostró una lealtad total a la
reina Isabel II, hasta el punto de que al final del bienio
progresista no quiso encabezar la resistencia al golpe moderado porque eso
podría poner en peligro a la monarquía isabelina y «yo, monárquico y defensor
de esa augusta persona, no quiero ser cómplice de su destronamiento»; incluso
permaneció un tiempo en Madrid, antes de retirarse a Logroño, a petición
expresa de la reina con el el fin de sofocar una revuelta que en la ciudad
había «tomado por bandera la persona de VE». Esta lealtad se mantuvo también
después de haber sido destronada en la Revolución
Gloriosa de 1868 defendiendo los derechos al trono de su hijo,
el futuro Alfonso XII.
En su actuación como político también
influyó su condición de militar pues siempre pensó que la vida política podía
manejarse militarmente, como le comentó en una carta a su esposa en noviembre
de 1840:
No hagas caso de periódicos ni matices;
con la Constitución se manda como con la ordenanza; cuando el que
manda es justo y firme y cuando no se separa de la ley, nadie debe arredrarle y
nada lo detendrá en la marcha... Yo no hago caso de matices ni de papeles
porque yo soy la bandera española y a ella se unirán todos los españoles
Esta forma de entender el gobierno se
puso de manifiesto cuando en octubre de 1841 ordenó fusilar a los generales y
políticos comprometidos en un intento de golpe de estado que incluía
el rapto de la futura reina Isabel II, de once años de edad, y entre los que se
encontraba el joven general Diego de León.
Memoria histórica
El funeral del general fue sufragado por
el Estado y sus restos recibieron el protocolo debido a un capitán general
fallecido en acto de servicio, a pesar de llevar mucho tiempo retirado de la
vida militar y política activas. El gobierno de Cánovas del
Castillo designó el mayor número posible de soldados para que participara
en la ceremonia. Poco después se le erigió en Madrid una estatua sufragada
con fondos públicos, que «representase al insigne Príncipe de Vergara como
pacificador de España, título que condensa todas sus altas dotes, los actos de
su gloriosa vida y explica el fervoroso y perdurable reconocimiento de la
patria». Sin embargo, este intento por parte de las élites de
la Restauración borbónica de utilizar la figura de Espartero para
"nacionalizar a las masas" fracasó ya que cuando murió a los ochenta
y seis años de edad "su recuerdo se había perdido sustancialmente entre la
mayoría de la población. En la crónica de su funeral, La Ilustración
Española y Americana señaló que era "vagamente recordado por el
pueblo". Miguel Maura relata que, durante los primeros días de
la Segunda República Española, se encontró con una multitud que intentó
derribar la estatua ecuestre situada frente al Retiro; alguien gritó:
«Vamos a ejecutar a ese tío», a lo que él respondió que «ese tío había sido un
liberal»".
Una de las primeras decisiones que
tomaron las autoridades franquistas tras el final de la Guerra
Civil Española de 1936-1939 fue cambiar el nombre de la calle Príncipe de
Vergara por la de general Mola. Según el historiador Adrian Shubert hoy el
recuerdo de Espartero "es todavía más débil. Poco es lo que queda: algunas
estatuas (¡otra ecuestre de un general decimonónico!); algunos nombres de
calles...; una estación de Metro -Príncipe de Vergara- en Madrid; un
grosero dicho sobre su caballo... En Bilbao, lugar donde se produjo
su única gran victoria, nada queda: el primer ayuntamiento democrático dirigido
por el PNV renombró la calle de Espartero en favor de uno de sus
propios héroes nacionalistas, Juan Ajuriaguerra. Sin
embargo, Zumalacárregui se quedó con la calle que le habían dado los
franquistas".
En memoria de Espartero se construyeron
monumentos, como las conocidas esculturas
ecuestres de Madrid, Granátula de Calatrava (Ciudad
Real) su ciudad natal y de Logroño. También se le dedicaron calles,
como la Príncipe de Vergara de Madrid y la Duque de la
Victoria de Granátula de Calatrava, su ciudad natal, y también
en Valladolid.
Sin embargo, según constata el
historiador Adrian Shubert, hoy en día «Espartero ha sido borrado de la memoria
histórica española. Al tiempo que otras figuras cuyo papel en la historia del
país fue mucho menos significativo permanecen vivas en el recuerdo, su nombre
ha pasado de la idolatría al olvido».
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